Cursos de retiro, ejercicios espirituales, retiros de Emaús… son términos para referirse a experiencias parecidas. La situación de partida suele ser que se conoce a alguien ligado a una institución religiosa que propone nuestra participación en esa actividad.

Se me ocurren dos conjuntos de personas que se pueden plantear asistir a un curso de retiro: las que ya lo conocen, les gusta y a lo mejor lo hacen todos los años; y las que quizá lo lleguen a vivir por primera vez porque confían en quien los ha invitado o en la institución que lo dirige. Escribo en lo que sigue sobre todo con los segundos en mente, que a su vez pueden no tener fe o una fe difusa y confusa, pueden haber abandonado por completo o parcialmente las prácticas recomendadas por la Iglesia, etc.
Los cursos de retiro suelen celebrarse en fin de semana y según los casos con el viernes incluido. Hay otros de una semana. Los ignacianos originales, según tengo entendido, duraban un mes. Pero yo me centro en los del jueves por la noche al domingo, ideales para laicos multiatareados. La materialidad del lugar al que se asistirá será comparable a algún punto de estos dos extremos: un hotel o casa rural de cinco estrellas o un albergue juvenil con un régimen de comidas quizás deficiente. Hay que pensar también en ello.
«Confían en la persona que los ha invitado o en la institución que lo dirige», he escrito. Pero el interesado enseguida se planteará: «¿Qué saco yo de un curso de retiro? ¿Para qué me sirve un curso de retiro?». Para entender que el único fracaso rotundo en la vida es no intentar ser santo. Digo intentarlo, solo intentarlo, pero intentarlo de verdad, tal y como Jesucristo describe ser santo.
Llegar a ese convencimiento es difícil sin sinceridad salvaje para con uno mismo y sin la ayuda de un buen sacerdote, con preparación teórica y práctica, que sepa transmitir que el presente es eterno y que lo eterno es presente, de ahí que la vida, hechos y dichos de Jesús tengan valor normativo ahora y siempre. Que sepa transmitir que Dios es un Dios omnibenevolente, omnisciente y omnipotente, que habla con lo que nos ocurre, también y especialmente con lo malo que según nosotros nos acontece. Y ha de saber orientar con las lecturas adecuadas. Enuncio las indispensables: una buena edición de la Biblia, una buena edición del Catecismo, una buena vida de Jesús, buenas ediciones de vidas de santos y buenas ediciones de sus propios escritos; santos como santa Teresa de Ávila, santa Edith Stein, san Juan Pablo II, san Juan de la Cruz, san Agustín, santa Teresa de Lisieux, santo Tomás de Aquino y el santo Cura de Ars, por citar los de éxito seguro. Insisto en lo de buenas ediciones porque de lo contrario se entenderá mucho menos de lo que se podría.
El único fracaso rotundo en la vida es no empeñarse en ser santo, repito. La meta es alta y la experiencia de todo el que emprende el camino es la de tropezar mil veces. Por eso ayuda tanto el acompañamiento de la buena dirección espiritual.
Yo he hecho un curso de retiro recientemente. Se parece bastante al ideal que he descrito aquí, al menos ideal para mí. Uno de los asistentes, el último día, comentó al amigo que lo había invitado, y yo no pude evitar oír: «Lo mejor de este curso de retiro ha sido la comida». Había sido muy buena, en efecto, pero no lo mejor. Por sus gestos, sonrisa y entonación daba a entender que más bien había querido decir que en aquel curso de retiro hasta la comida había sido excelente.