Tuve la fortuna de conocer a Ricardo Estarriol (Gerona, 27/2/1937—Viena, 15/5/2021) en Viena en el verano de 1977. Él tenía 40 años y yo 18, por lo que para mí era en aquel momento un señor muy mayor y muy venerable. En realidad, a los 40 años estaba casi al comienzo de su carrera como corresponsal del diario La Vanguardia (Barcelona).
Lo conocí en la Residencia de Estudiantes Birkbrunn (Studentenhaus Birkbrunn), que en esa época dirigía. Ricardo, numerario del Opus Dei y uno de los primeros que san Josemaría envió a Austria, era moreno, delgado, de estatura media y con una calva pronunciada. Fumaba mucho y siempre cigarrillos Gauloises. Utilizaba una agenda Quo Vadis de bolsillo con forro de cuero y una pluma Parker de acero que cargaba con cartuchos de tinta negra. Tomaba notas en cuadernillos de espiral.
En 1977 y en otras muchas ocasiones, después del almuerzo y de un rato de conversación con café en la sala de estar de Birkbrunn, en la planta primera, Ricardo desaparecía en su Volkswagen escarabajo beis y se dirigía a la Gunoldstraße, donde se localizaba su despacho. En aquel verano de 1977, en cierta ocasión, en Birkbrunn, toqué la puerta de su habitación porque quería preguntarle no sé qué, y contestó desde dentro con un fuerte «Ja», que en alemán significa «sí», y se pronuncia parecido al «ya» en castellano de España. Quiero desear que yo había aprendido que «Ja» significa «sí», pero en cualquier caso me quedé como petrificado en la puerta hasta que Ricardo cambió a un todavía más sonoro «Sí, sí, adelante», intuyendo que podría ser yo. Asocio ese recuerdo a que me animara a leer el Libro de la Fundaciones, de santa Teresa, si aún no lo había hecho, y no lo había hecho.
Ricardo era muy simpático, muy fuerte, muy activo y muy vivo. No exagero. Cuando digo «muy fuerte» aludo a su voluntad inasequible al desaliento y al servicio de causas nobles, y a su robustez física que le permitía, si se lo proponía, subir todos los días un pico de tres mil metros, a pesar de los Gauloises. Hablaba alemán con enorme soltura. Imitaba el dialecto vienés y los vieneses se reían mucho con él por eso. Desconocía la timidez. Con su intrepidez era capaz de hacer hablar a las piedras… o de que pareciera hasta interesante una persona naturalmente sosa (como yo).
Terminó mi estancia estival en Viena y volví a Madrid. Al comienzo del curso 1977-78 residía en el Colegio Mayor Santillana (Madrid). Me llegaron cartas de Ricardo, y de otros amigos de Austria, animándome a que cursara segundo de Ciencias Físicas en la Universidad de Viena, pero yo no me sentía en condiciones de afrontar semejante reto y preferí permanecer en España.
Me licencié en la Universidad Complutense y cuando ya casi había olvidado Austria y lo que había aprendido de alemán, en el curso 1982-83 se me presentó la oportunidad de comenzar la tesis doctoral con el profesor Wolfgang Kummer (1935-2007), de la Universidad Técnica de Viena. Esta vez sí que me trasladé al país alpino y me quedé allí una larga temporada.
El 5 de septiembre de 1982 aterricé en la capital de Austria. El director de Birkbrunn ya no era Ricardo, sino Christoph Tölg (1956-2015), un joven alemán alto, moreno, de buen aspecto y que tocaba la guitarra y cantaba muy bien. Físicamente se parecía al Paul McCartney de los primeros años de los Beatles. Christoph preparaba la tesis en Filología alemana.
Ricardo viajaba mucho por la Europa del Este y ya era un corresponsal famoso en Cataluña y en los círculos periodísticos españoles. Al menos dos años seguidos regresó de un largo viaje (a Varsovia o a Moscú, o destinos semejantes) en la misma tarde de la víspera de Navidad. En Birkbrunn nos preguntábamos si conseguiría llegar a tiempo a nuestra cena solemne, porque no eran nada fáciles los viajes por la Europa del Este en aquel tiempo. Pero sí. Ricardo aparecía poco antes de que se abriera el comedor, con su gorro ruso y su abrigo potentísimo de piel hasta los tobillos.
En esa época hubo fabulosas tertulias con él, en las que nos hablaba de la situación en Polonia, de Lech Wałęsa, del funcionamiento del Politburó en la URSS, de sus vicisitudes para cruzar las fronteras con su Ford Sierra de color verde (el Volkswagen había pasado a mejor vida), de sus disidentes amigos, de los espías, etc., etc. Junto a eso, en mi cerebro ha quedado grabado que Ricardo sirviera siempre el café pero no dejara nunca a nadie que se lo sirviera a él.
Un día le pregunté a Christoph Tölg quién era el español, de los que conocía, que mejor hablaba alemán. No lo pensó mucho: «Estarriol». «¿De verdad? ¿No lo supera don Juan Bautista Torelló [Barcelona, 1920—Viena, 2011, un sacerdote catalán, rector de la Peterskirche]?», le repliqué. «Hablando Estarriol incurre de vez en cuando en incorrecciones gramaticales, pero su conversación y su acento son bastante más naturales que los del doctor Torelló, y eso prima más», fue su respuesta.
Transcurrieron tres años y en 1985, por vicisitudes de la vida, ante una sorprendente e inesperada oferta de ABC para trabajar como corresponsal gracias a la ayuda de Francisco Eguíagaray, entonces corresponsal de la Televisión Española (TVE) en Viena, dejé la Física y me pasé al periodismo a tiempo completo.
El cambio no habría sido posible sin la ayuda de Ricardo. Me prestó una mesa de su despacho en la Gunoldstraße y ABC solo tuvo que pagar el teléfono adicional que me instalé y mis honorarios. Ricardo me instruyó pacientemente, día a día, en todos los trucos del oficio. Lo que quedaba para mí se resume en que fuera capaz de poner por escrito una crónica ya perfilada.
Cada mañana me instaba a que ofreciera una noticia a ABC; casi me «obligaba» a que llamara por teléfono a las secciones de Internacional o de Cultura del periódico madrileño. Me resultaban bastante fáciles las propuestas a ABC viéndolo trabajar a él y escuchando sus conversaciones —en la cafetería de Gunoldstraße o en el mismo despacho— con Viktor Meier, un suizo con un sorprendente sentido del humor, corresponsal en Viena del Frankfurter Allgemeine Zeitung. En el horario de trabajo de Viktor Meier constaba como cita fija el saludo diario a Ricardo. A mí, como buen suizo, solía preguntarme cuántas crónicas había «vendido» y cuánto llevaba ganado ese mes.
Eran tiempos en los que pasábamos las crónicas por télex. Ricardo contaba con multitud de amigos y contactos y utilizaba muchísimo el teléfono para hablar con unos y con otros. Escribía a gran velocidad a máquina, con dos dedos, y su técnica de documentación era perfecta. No es el momento de explicarla ahora.
En diciembre de 1989 me instalé en Varsovia y residí en Polonia hasta marzo de 1993, como corresponsal de ABC. Me gustaría pensar que en ese tiempo alguna vez pude ayudar a Ricardo en alguna cuestión de la vida cultural o política de Polonia, pero debo reconocer que probablemente no fue así porque él también se manejaba en Polonia mejor que yo. Regresé a España, a la redacción de ABC, y Ricardo siguió en Viena hasta su jubilación y fallecimiento.
Conservo abundante correspondencia de él, cartas de todas las épocas y correos electrónicos desde que se impuso como medio de comunicación. Ricardo estuvo unos días con mi familia y conmigo, en España, en diciembre de 2017, trabajando en sus memorias, que se publicaron con el título de Un corresponsal en el frío. Memorias de 40 años entre España y el Este de Europa (Rialp, 2021). Se alojó en la casa de mi hermana María Jesús, más amplia y cómoda que la mía, pero yo me pasaba el día con él y disfrutamos de lo lindo.
Cuando Ricardo falleció, no tuve posibilidad de rendirle tributo público como el que intento con los párrafos de arriba. Quedan ahora al menos estas líneas de homenaje y agradecimiento a una de las personas a las que más debo en esta vida.
Muchas gracias desde Salzburg.
Precioso homenaje, recuerdo con cariño sus visitas a España y las nuestras a Austria.